La Magia del Juego

Desde el mismo instante en que la vio, a Andrés le resultó antipática. Tras varios meses de trato intermitente, aquella sensación se mantenía e incluso se agudizaba. Andrés se entretenía ahora, observándola en silencio, mientras jugaba con Alberto, su hermano pequeño, sentados ambos en la alfombra de la habitación. Durante todo este tiempo, su mente de seis años no cesó de imaginar múltiples métodos de castigo dirigidos contra aquella amenazadora mujer. Quería sabotearla, apartarla para siempre de su familia, eliminarla definitivamente. Y todo esto sin tregua ni dilaciones, antes de darle la opción de engatusar a Alberto, como ya hiciera, meses atrás, con su padre. 

Por eso pilló la espada del capitán Garfio que, aunque pertenecía al malo, le daba por su mayor longitud muchísimo más margen de reacción y maniobra que la más corta de Peter Pan: había que actuar con estrategia. Se dirigió hacia ella con el bote de talco entre sus dedos, que haría las veces de polvo mágico de hadas, y lo espolvoreó sobre la corta y rubia melena de ella. Lejos de hacerla volar, curiosamente aquellas partículas hechiceras consiguieron paralizarla y que abriera desmesuradamente los ojos, en una mueca de franco estupor. Este gesto, ciertamente cómico, pensó el niño, encendió aún más el arrojo de Andrés. En efecto, no dio tregua a la rubia. Tras descargar, utilizando su sable de manera poco ortodoxa -a modo de porra de policía- tres certeros golpes sobre los hombros de ella, que intentaba protegerse con ambas manos, le asestó un cuarto y último mandoble final que terminó por deformar completamente el plástico de la espada, dando al traste con el juguete, con el peinado, y hasta con la manicura de los dedos índice y corazón de su maltrecha enemiga. 

Se retiraba Andrés con paso bravucón y sonrisa triunfalista del campo de batalla cuando inesperadamente siente que le agarran del tobillo izquierdo. Se tambalea y cae a la alfombra. Mira de soslayo a su rival y descubre a la desmelenada rubia, que le planta cara. La cosa se pone divertida. Hay que reconocer que aquella mujer, pese a ser adulta, tiene agallas. Las fuerzas de ella son superiores a las suyas, no obstante, aun siendo consciente de esta superioridad, su enemiga no las utiliza y se limita a tratar de inmovilizarlo en el suelo. A Andrés, que es un chico listo, este gesto de protección, parecido al de su madre cuando les acompañaba en sus juegos, no le pasa inadvertido, y por eso abusa de su benevolencia y consigue revolverse y contraatacar y sacar partido de esta ventaja, zafándose de su asedio. 

Alberto entra entonces en escena, en apoyo de su hermano, y ataca a la rubia por la retaguardia. 

Hostigada simultáneamente por ambos flancos, prácticamente acorralada, con escasas expectativas de victoria, la mujer no se amilana y presenta batalla en los dos frentes a un tiempo, en un acto valiente y desesperado de obstinación en la lucha y de conflagración abierta, que finalizará, tras las despiadadas patadas de Alberto, que Andrés bien conoce, en la presentación de su rendición a gritos. 

Andrés y su enemiga, tumbados ambos en el suelo, exhaustos por la refriega y con la respiración agitada, intercambian miradas entre risas. 

La hará su prisionera. 

Y es una pena tener que apresarla porque ha de reconocer que pelea limpiamente y con ganas, que no se acobarda nunca, y que, tras esa enérgica y firme defensa, empieza a sentir por ella una especial simpatía.

Nuestra amiga y Colaboradora Mar, repite y nos envía este artículo, en el que nos describe, con una excelente narrativa, como la imaginación de un niño de 6 años, vive la aparición de una nueva figura, a la que considera una extraña, en su hogar. GRACIAS Mar.