Me resulta difícil escribir,
incluso pensar sobre las contradicciones que pasan en la vida de otras personas y que con efecto
boomerang se mezclan en la mía causándome a veces
espasmos, otras impotencia para fantasear y la mayoría, lágrimas de emociones contenidas que a veces explotan en rojo como una granada que se abre con el ardiente sol de este
verano, que por otra parte, además de caluroso, está resultando idóneo para
infidelidades y separaciones.
Un
acontecimiento de abandono es inaceptable para mi ardiente corazón, pero es
que, además, si el despecho viene acompañado de mentiras, miento, digo mejor, de
sucesos inexplicables que no llego a comprender, ni nadie se dignifica en
explicármelos, es entonces, amigo racional, cuando el cuerpo le manda corriente
continua a la mente para caer en la
locura.
Loco sin
volar, loco sin besos, los suyos.
Loco en la
soledad, la mayor locura del loco, estar loco por no poder comprender qué ha
sucedido, cómo, por qué. No sólo estoy
solo, sino que me encuentro en mi soledad abandonado.
Es cierto que
le prometí que me descontaminaría del sexo, y no me refiero a retirarme
exclusivamente de su cuerpo de natilla con ron, sino que me retiraba de todas y
durante el tiempo necesario para purificarme exclusivamente para ella.
No lo has
entendido de esa manera, mi limpieza, estaba claro, era necesaria. Mi adicción
sexual me estaba matando y empobreciendo; tenía que terminar.
Un amigo,
siempre suele ser un amigo, me dijo que ella no podía pasar un día más sin que
yo le produjera los tres orgasmos de rigor, desayuno, almuerzo-siesta y cena
con posibilidad de repetir en madrugada cerrada.
No me ha dado
tiempo para presentarme virginal y no tuviera que mezclar su saliva con la que
hacía “a pochi minuti” otra mujer había depositado en la última felación.
Otra amiga (su
amiga), me ha susurrado que sus coitos
ya no son los mismos: el chico del seguro, el agente de la inmobiliaria o
incluso su jefe el euro, sólo le proporcionan penetración y frustración. Su
educación no le permite decir nada y con la excusa de limpiar su vagina se dirige al baño para allí
sacar mi fotografía desnudo (¿la podría demandar?), y provocarse el mayor
corrimiento niagarense.
Lo siento nos
hemos perdido, yo a ti y tú a mí, sin embargo yo he perdido más, a las demás.
Siempre nos hemos movido, como dice la canaria, con el corazón, tú con el tuyo
y el mío de los dos.
Tengo que
plantearme salir de esta etapa conventual y olvidarte. Sé que probablemente no volverás y yo no estoy
dispuesto a aceptarte, caso contrario.
Tropiezo con un amanecer diferente, donde tienes el presentimiento que algo distinto iba a ocurrir.
No fue en la “Tacita de Plata”, sino en el lugar de piedras verdes escarlatas de una latitud desconocida, recibiendo las pisadas de un humilde viandante bohemio y cervecero.
En un lugar acogedor, entre birras y tapeos, vislumbré un reflejo de luz que me cegó; era un foco desconocido para la historia de mi cerebro.
Estaba allí, junto a su amiga, y por los soplos de Eolo y Cupido, nuestras miradas se cruzaron.
Su figura, su porte, sus labios purpúreos, medio fenicios, presagiaban una mujer con solera y arte.
Descubrí el porqué de la luz. Eran sus ojos, grandes y hermosos, que como dos lunas llenas y un dulce mirar (ya lo quisieran para inspiración Garcilaso y Gutierre) no descartaban el orgullo y desparpajo.
Ojos, quizás, pero los más hermosos.
Tú sin tus ojos serías igual que tus ojos sin ti, dos maravillas individuales que cuando se unieron me dejaron ciego con su resplandor. Ojos alegres y rítmicos capaces de levantar al sol en su incipiente despertar.
Tu sonrisa era roja, roja como los pétalos de una rosa “sangre de toro” en su gran esplendor, cuidada por el elixir de los verdes olivos.
Tu movimiento espectacular y el bello cimbrear de tu cintura era la envidia de Manolo García, que abandonó al burro que estaba amarrado en la puerta del baile, para con su voz, compartir nuestra interminable velada, donde deseábamos el reloj del bolero.
Desde ese momento, tus ojos, ojos inolvidables e irradiantes, siempre serán mi cruz de guía, que a modo de brújula, buscarán la estrella polar para reconducirme y cobijarme en una eterna espiritualidad.
Yo siempre había creído que las pelirrojas eran más propensas a tener pecas, por lo que dicen los más ilustrados dermatólogos de que la piel no produce suficiente melanina o bien por un componente hereditario.
Al conocerte pensé que tú eras la excepción de todas las reglas. Tu mirada de ángel, tu cara de pícara y tu pelo color de turmalina y azabache me dejaron desconcertado. Hablabas y hablabas, mientras yo me perdía en la autopista infinita de tus pecas.
Me decías, cuando te pregunté, que cada peca era por un hombre que te había herido, emulando al sheriff del antiguo Oeste Americano, que en la culata de su revólver marcaba una muesca por cada bandido abatido.
A lo largo de nuestra primera y última conversación, observé como tus vivos y radiantes ojos comenzaron a mirarme de una forma audaz; mi imaginación comenzó rápidamente a funcionar.
Pensé que sería afortunado si pudiera empequeñecer y viajar hasta convertirme en una minúscula peca de tu preciosa faz. Sin escuchar lo que comentabas, me concentré en tu rostro buscando donde sería más conveniente posicionarme: en la comisura de tus labios color amapola, quizás en tus pómulos rosados, tal vez en tu nariz piramidal o cerca de tus ojos para que tus pestañas de mariposa me columpiaran con su movimiento al parpadear.
Lo decidí, yo sería una peca aventurera y así podría recorrer tu cuerpo pasando desapercibido para al final posarme en el lugar más apetecible donde por siempre descansaría para formar parte de ti.
Desperté de mi ensoñación con una melodía de Sergio Dalma que decía que él era un italiano; maldito móvil: “Hola cariño. Sí, de acuerdo. Tardo un minuto”.
Te levantaste y con un “me ha encantado conocerte, hasta luego” desapareciste de mi vida.
Hoy, recordando la cara de memo que puse, me he animado a escribir sobre esa mujer pecosa que un día conocí y que dejó una huella en mí, quizás la peca que al poco tiempo, como por arte de magia, surgió en mi piel.
Carita de mandarina, no puedo sostener tu mirada; me turba, me enternece, me enmudece, me paraliza...
Rubí esmeralda, flores silvestres, desierto rojo, río Tinto y dunas del desierto. Tú lo sabes y te sonríes; todos los colores del universo están reflejados en el iris de tus ojos.
Carita de mandarina, mírame con tus burbujas ardientes, mírame con tus pétalos de lirios rojos silvestres, mírame con tus dos luceros, mírame con tus volcanes, con ese aleteo de tus pestañas que serpentean en el camino de tu rostro en forma de campanillas que flotan locas, como mariposas que en ningún lugar se posan y que todos buscan aposentar.
Carita de mandarina, tus ojos son una bendición. Yo estoy perdido desde que conocí el brillo de su luz angelical. Me he prometido, tonto de mí, que los demás no los alcanzará, antes presagio que se apagaran.
Me preguntas por qué tengo fijación por tus ojos, no sabría responder, tengo locura por tu cara de mandarina donde dos dulzuras han salido de paseo y se han detenido en la parte superior de tu rostro, esa que me entumece y encumbra. Sí, esos ojos dulces que cuando levantan su mirada forman un arco multicolor que son la envidia de los dioses del Olimpo.
Carita de mandarina, una vez más y no será la última, con tus ojos me duermo, sueño y me despierto. Una vez más, carita de mandarina, por tus ojos muero y solicito la indulgencia de los muertos.
Qué bonita eres mandarina de ojos envueltos en una nebulosa policromada; de sobra sé que nunca serán completamente míos, de los otros tampoco.
Poseer tu cuerpo es lo que buscan ellos, para mí tu alma, tus ojos eternos. Sólo así alcanzo la conformidad en mi efímera felicidad, la que me transmite tu serena mirada cuando deseas en mi escudriñar. Carita de mandarina... te extraño tanto