La perla

Me encontraba junto a mi padre en las islas afortunadas, más en concreto en la maravillosa isla de Tenerife. Nos disponíamos a pasar toda una semana en un hotel junto a la playa en Puerto de la Cruz, todo gracias a un golpe de suerte.

Era mediado de Septiembre y la temperatura no podía ser mejor. Cada vez que la observaba, marcaba 25 grados, sin apenas diferencia durante la noche y el día.

Después de dejar las maletas en nuestra habitación y de echar un vistazo por el hotel, decidimos ir a la playa. Se trataba de un tipo de playa totalmente nueva para mí, muy distinta a las que se encuentran en la hermosa costa onubense. La arena era fina y negra, mientras que el oleaje era perfecto para la práctica del surf.

Había mucha gente tomando el sol, pero salvo los surfistas que se veían a lo lejos, no había nadie bañándose, pero eso no me importaba, ya que no llevaba ni dos minutos allí cuando decidí darme un chapuzón. Pronto descubrí el porque de ello. Me metí en el agua, di dos pasos y ya me cubría por el cuello. La corriente era fuerte y rápida y, arrastraba consigo cientos de pequeñas y medianas piedras que chocaban contra mis piernas. Decidí nadar y adentrarme más adentro, pese a la desaprobación de mi padre. Nadé un buen rato hasta que empecé a cansarme y apenas veía a lo lejos la costa. Comencé a nadar de vuelta, pero me pesaban los brazos y las piernas, avanzando muy lentamente, mientras el miedo me recorría todo el cuerpo. De pronto, la corriente se hizo aún más fuerte, arrastrando mi cuerpo en dirección contraria a la costa. Parecía que todo estaba en mi contra, hecho que terminé de verificar cuando una gran ola se formo y me golpeó con impetuosa fuerza, consiguiendo hundirme por completo.

Empezaba a notar la sensación de falta de aire, como el dióxido de carbono empezaba a acumularse en mi sangre, lo que trajo consigo el impulso instintivo de aspirar.

Ahora el mundo exterior no era más que un brumoso recuadro de luz al otro lado del agua.

Noté que el punto crítico se acercaba, expulsando los últimos restos de aire, perdiendo casi por completo la consciencia, cuando una silueta apareció. Se movía de manera ágil y elegante, como un delfín, pero cuando estuvo lo suficientemente cerca, me di cuenta de que tenía el aspecto de una hermosa mujer, con el pelo rojizo como el fuego, la cual llevaba en su cuello un collar de perlas, que brillaba con una intensidad que nunca había visto jamás.

La miré fijamente a sus profundos ojos color esmeralda, justo antes de que mis labios se abrieran y entraran en contacto con los suyos, se dilataran mis pulmones y el oxígeno entrara a borbotones.

Me desperté desorientado, tumbado en la orilla del mar, con un corro de gente a mi alrededor, sin recordar nada de lo que había pasado.

Me contaron que me adentré en el mar, que había perdido la consciencia y la corriente me había arrastrado a la orilla.

Algo no me encajaba, no podía ser que hubiera llegado a la orilla sano y salvo milagrosamente. Mientras pensaba, me percaté de que tenía el puño cerrado y, cual fue mi sorpresa cuando al abrirlo descubrí una blanca perla.

Supe entonces la verdad, alguien me había salvado. Pregunté por ella, pero nadie la había visto jamás.

Puede que lo haya soñado, pero yo sigo teniendo la perla, esperando a verla de nuevo y poder agradecérselo.