Algunos de ustedes lo conocieron. Era pequeñito y leal, con
patillas que se le juntaban con el bigote. Y pintor. Y narrador. Y un poeta
magnífico, tan generoso que dejaba de lado su propia obra para estudiar y dar a
conocer la de otros. Durante muchos años, con Juan Eslava Galán y conmigo, se
estuvo sentando ante una botella de algo para hablar de literatura, de amistad
o de mujeres, su tema favorito. De joven era capaz de levantarle un ligue a un
colega en tres minutos con su labia simpática y su simpatía arrolladora. Y de
mayor coqueteaba hasta con mi hija, el canalla. Con todo cuanto se movía. No en
vano había estado casado o emparejado siete veces, siempre con extranjeras
soberbias, que se le enamoraban como perras, hasta que al fin una española,
Natalia, y una hija preciosa e inteligente le pusieron los puntos sobre las
íes. Se llamaba Rafael de Cózar Sievert, Fito para los compadres, y murió en
Bormujos, Sevilla, cuando se le pegó fuego a la casa, intentando salvar su biblioteca.
Borgianamente fiel a sí mismo, hasta el final.
Era catedrático de Literatura, pero no se le notaba. Nacido en
Tetuán, recastado en Cádiz, cuajado en Sevilla, estaba santificado con el don
de la guasa permanente, el humor rápido, el disparate surrealista. En
veinticinco años de amistad jamás lo vi malhumorado, ni lo oí hablar mal de
nadie. Nunca tuvo un enemigo. No conocía la maldad, ni la envidia, ni la
deslealtad. Tampoco conocía la vergüenza. Una vez, estando con Juan Eslava ante
un millar de personas en el Teatro Español de Madrid, cuando comenté que yo
había cumplido cincuenta y cinco, bebió un sorbo de su copa, me miró con
cachondeo y dijo, en voz alta y clara: «Pues en el culo te la hinco». Era una
autoridad en el estudio de la experimentación barroca, las vanguardias del
siglo XX y el postismo español de la postguerra, sobre lo que trabajaba con un
rigor y una seriedad prusianas; pero eso parecía importarle un carajo cuando
estaba, que era casi siempre, con un pitillo en la boca, una copa en la mano y
unos amigos alrededor. Cuando nos hizo la faena de palmar, lo lloramos un
millar de hermanos y cinco mil camareros de bar.
Su entierro fue digno de él. Surrealista como si el propio Fito
hubiera escrito el guión. Estábamos todos en el tanatorio donde no cabía un
alma, con gente amontonada hasta en la calle para despedirlo, y por alguna
razón que ignoro le hicieron un oficio religioso, a él, que siempre se proclamó
«ateo por la gracia de Dios». Lo interpreté como el último chiste que nos
brindaba a los compadres. Jesús Vigorra, el cuarto mosquetero, leyó unos versos
de Fito que parecían anunciar su muerte en aquel diciembre: un hermoso balance
de su vida. Y el páter estuvo magnífico, recordando sus charlas con el difunto
en el bar de Bormujos. De vez en cuando, en mitad del responso, el cura no
podía aguantar la risa. «Perdonen -decía- pero es que me estoy acordando de
cuando me dijo...». Y así todo el rato. La familia alternaba las carcajadas con
las lágrimas. Fito Cózar parecía estar allí sentado entre nosotros, con su copa
y su cigarrito en la mano, cachondeándose de todo. Y el momento cumbre llegó
cuando el páter, en mitad de un gorigori, inclinó el rostro hacia el altar,
partiéndose otra vez de risa. «Perdónenme -dijo-, pero acabo de darme cuenta de
que he traicionado a Rafael... Me hizo jurar un día de copas que cuando
muriera, en vez de agua bendita en el hisopo, le pondría vino».
Se fue como un señor. Tras habérselo bebido, habérselo fumado,
habérselo fumigado todo, haberse reído de todo, con mujeres guapas y amigos
fieles llorando por él. En un momento determinado, entre la gente, en una mujer
vestida de negro y con pamela, me pareció reconocer de lejos a Sharon Stone. No
puedo afirmarlo, claro. Pero no me habría sorprendido que fuera ella, porque
«Charon», como Fito la llamaba con mucha familiaridad, era su mujer fetiche. En
aquellas noches interminables de humo y alcohol, en las que podía pasarse horas
contando chistes, solía mencionarla mucho. Y siempre nos contaba el día
glorioso, inolvidable, en que la conoció: «Yo, aquí donde me veis, estuve con
Sharon Stone, y esa mujer marcó mi vida. Nunca pude olvidarla. La vi en Nueva
York, en una fiesta, hablando con gente, y conseguí que me la presentaran. Yo
iba que me temblaban las piernas de emoción. Me acercó a ella un amigo y dijo:
'Éste es el profesor Cózar'. Ella se volvió a mirarme durante tres segundos,
dijo «Nice to meet you» -encantada de saludarlo-, pasó de mí
y siguió hablando con los otros. Y como os digo, esos tres segundos con Charon
marcaron mi vida».
Arturo
Pérez-Reverte - Patente de Corso (publicado en XL Semanal)
Impresionante.
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